Argentina está inmersa en una nueva recesión que amenaza con ser profunda y de duración prolongada. Estimamos que, en un escenario donde el ajuste fiscal se modera y no hay nuevos episodios de tensión cambiaria, este año la economía caería en promedio 5% anual. Una recesión más fuerte que la de 2018-2019. Pero lo más preocupante no es la magnitud de la contracción, sino la falta de claridad respecto de los pilares de la recuperación posterior. Hoy nos resulta complejo imaginar la recuperación en V que espera el gobierno. Al menos en el corto plazo, ningún componente de la demanda agregada parece tener fundamentos suficientes como para liderar una recuperación de esta naturaleza. El consumo difícilmente recupere lo suficiente, el gasto público se va a contraer fuertemente este año y la inversión privada o las exportaciones netas, si bien pueden recuperarse respecto a 2023 -aunque no es obvio que ello vaya a pasar para el caso de la primera-, difícilmente puedan liderar la subida de la V.
El nuevo ciclo recesivo de la economía argentina inició en el cuarto trimestre de 2023, con la incertidumbre electoral y la tensión financiera asociada. Previo a este episodio, la economía había experimentado trimestres recesivos luego de la crisis de la deuda ajustable por CER en junio de 2022, y por los efectos de la sequía de 2023, la que implicó una contracción de casi USD 20 mil millones en las exportaciones.
Sobre esta economía que venía con varios traspiés, a todas luces desgastada, el gobierno del Presidente Milei aplica un programa de shock con dos ejes centrales: una megadevaluación, con un salto del tipo de cambio oficial de 118% (pasando de 350 $/USD a 800 $/USD), y un ajuste fiscal con un ambicioso objetivo de reducción de más de 5 puntos del producto en el déficit primario. La magnitud de las medidas, y la sincronización con la que fueron aplicadas, generó y generará efectos muy significativos en la economía de los próximos trimestres. El shock cambiario concentra sus efectos recesivos sobre el primer trimestre, mientras que el ajuste fiscal tendrá impactos recesivos distribuidos a lo largo del año.
Con relación al ajuste fiscal, en el primer trimestre del 2024 el gobierno obtuvo un superávit primario de casi $3,9 billones, explicado mayormente por la licuación del gasto, el diferimiento de pagos y la ampliación del impuesto PAIS. En el acumulado de los últimos cuatro trimestres este superávit significó una mejora de casi 2,5 puntos del PBI, acercando a la economía a una situación de equilibrio primario. La base de esta mejora fue el ajuste de las jubilaciones por debajo de la inflación, el freno “en seco” de la obra pública y las transferencias a provincias, y el diferimiento de los pagos a proveedores de energía y gas vía CAMMESA. Este ajuste fiscal es, a todas luces, recesivo. Reduce la demanda agregada al impactar de lleno sobre los ingresos disponibles de una franja de la población y además, con la reducción de las partidas de obra pública y transferencias de capital, reduce en forma directa la demanda de bienes y servicios. Esperar que el sector privado aumente su inversión para reemplazar este gasto público es una postura más bien voluntarista.
Si suponemos que el ritmo del ajuste fiscal disminuye en los próximos trimestres, estimamos que el impacto sobre la actividad será una contracción del orden de 2,5 a 3,5 puntos del PBI, mayormente concentrado en el primer semestre del año. En esta situación, la economía quedaría con un equilibrio primario pero no habría alcanzado el déficit financiero cero fijado como objetivo. Si por el contrario, el ajuste continuase al ritmo actual (mejorando la calidad pero manteniendo intensidad o moderando en el margen) es de esperar que el impacto sobre la actividad sea bastante mayor -4,5 a 5,5 puntos de caída del PIB- con efectos contractivos adicionales en el segundo semestre.
Respecto de los saltos cambiarios, la experiencia histórica reciente muestra que una devaluación como la instrumentada por el gobierno, genera una contracción de al menos dos trimestres. El principal driver de esta contracción es la caída del consumo que resulta de la caída en el salario real asociada a la aceleración de la inflación post devaluación. La Figura 1 muestra la evolución de la actividad en los trimestres posteriores a una devaluación (el trimestre t es el inicio de la contracción). Cuanto mayor es la tensión cambiaria, y más intenso el salto devaluatorio, mayores son los efectos sobre la actividad, más prolongada resulta la contracción, y más lenta la recuperación posterior. Para ilustrar este punto, vale la pena considerar la trayectoria diferencial que tuvo la crisis cambiaria de 2018-2019 respecto de la devaluación de comienzos de 2014. Sobre la base de estos episodios, estimamos que la contracción, como resultado de la devaluación, estaría en el orden de los 3 puntos del producto para el año completo. Esta estimación es optimista, pues supone que el gobierno puede evitar nuevos saltos del tipo de cambio en el año. Para ello, entre otras cosas, es necesario que la liquidación de las exportaciones continúe siendo fluida y que no se profundice mucho más la baja del tipo de cambio real que venimos observando desde enero.
Figura 1. Recesiones posteriores a crisis cambiarias y devaluaciones. Evolución trimestral de la actividad – t=100 en el inicio de la recesión
La combinación de ambos ejes del programa -devaluación y retracción fiscal- implican una caída aproximada de un poco más de 5 puntos en el nivel de actividad promedio de 2024, con dos a tres trimestres de contracción en la actividad (del cuarto de 2023 al segundo de 2024) y un piso que vemos hacia comienzos del tercer trimestre. Esta caída tiene en cuenta el efecto positivo que implica la reversión de la sequía sobre la producción agropecuaria. Valen las aclaraciones que hicimos antes: esta proyección supone que el ajuste fiscal se modera en su intensidad y que no se producen nuevos saltos en el tipo de cambio.
Hasta aquí la historia es parecida a la que estima el gobierno, aunque con discrepancias sobre la profundidad de la contracción. Donde hay divergencias más marcadas es en lo que sigue después: la recuperación. El gobierno espera una salida en V de la recesión, con una economía que despega en el segundo semestre -o incluso antes- y rápidamente recupera el nivel de actividad previo. No hay precisiones sobre los tiempos, pero la narrativa del gobierno nos lleva a pensar que para comienzos del año próximo habrá un nivel de actividad ya recuperado y en franca expansión..
Nuestra perspectiva es distinta: vemos una recuperación más lenta. Si tuviéramos que usar una letra para describirla, seguramente sería más parecida a una L que a una V. Probablemente, esa L tendría un leve pendiente en la pata corta, que marca una expansión marginal hacia fines de año.
Si nos centramos en las experiencias pasadas, surge un patrón claro: no hay recuperaciones en V para episodios de recesión similares a la actual. En el caso de shocks cambiarios moderados (como fue la devaluación de 2014, de “tan solo” 30%) o con posterior ingreso acelerado de capitales (como en 2016 tras la salida del cepo), lo que vemos son recuperaciones en U en los cuales la economía tarda entre cinco y seis trimestres en retornar a los niveles de actividad previos. Para episodios más severos, la salida es más lenta.
Más allá de las consideraciones que se desprenden de los episodios pasados, hay una razón adicional para el pesimismo: las fuentes normales de recuperación no están disponibles en este caso. El impulso fiscal, a través de la obra pública directa o vía transferencias, es incompatible con el programa de austeridad fiscal del gobierno y con la visión de trasladar estas inversiones a cargo del sector privado. Salida 1 descartada.
La recuperación por aumento del consumo requiere dos cosas fundamentales: mejora del salario real y un nivel de empleo que no se resienta. Ambas cuestiones parecen comprometidas para este año. Una mejora sostenida del salario real requiere paritarias que se actualicen por encima de la inflación, lo cual es incompatible con la desinflación del gobierno. Este se vería forzado a compensar los ingresos de salarios con alguna de sus otras dos anclas nominales (o ambas): tipo de cambio y/o tarifas. Profundizar la apreciación del tipo de cambio o retrasar los incrementos de tarifas son opciones riesgosas. Una compromete la sostenibilidad del régimen cambiario y de la posición compradora del BCRA en el mercado de cambios, la otra comprometería la ejecución del programa fiscal. Sumado a esto, si bien no hay datos oficiales, parece haber indicios de que el empleo está contrayéndose durante el primer trimestre, dada la fuerte recesión en curso. Si esto es así, luce aún más improbable que se recupere el consumo, incluso aunque haya mejoras del salario real, ya que serían compensadas con caídas de empleo. Salida 2 descartada.
Sin salidas tradicionales a la vista, aparecen las opciones menos frecuentes o atípicas. Una posibilidad es que la salida sea traccionada por las exportaciones. Esto tiene múltiples complejidades. La primera es que las exportaciones no pesan demasiado sobre el producto, por lo tanto, para gestar una recuperación liderada por exportaciones es necesario que la expansión de este componente sea muy sustantiva. La segunda complejidad es que, desde enero, el peso se viene apreciando sostenidamente contra el dólar (caída del tipo de cambio real). Este deterioro de la competitividad precio implica que es probable que las exportaciones no crezcan tanto como se esperaba, incluso con la recuperación de la sequía mediante, y especialmente en los sectores más sensibles al tipo de cambio real. La tercera y última complejidad es que los precios internacionales de las materias primas están mostrando un desempeño peor al esperado.
La segunda posibilidad -sobre la cual se monta la narrativa del gobierno- marca la llegada de un boom de inversión privada. Aquí también vemos múltiples dificultades en el corto y mediano plazo. Por un lado, para que el auge de inversiones sea macroeconómicamente relevante requiere financiamiento en abundancia. Ese financiamiento tiene que ser externo, dado que difícilmente las firmas tengan excedentes propios para finalizar sus gastos de capital en un contexto de recesión. Hasta ahora, el ingreso de capitales privados luce esquivo. La prima de riesgo país se comprimió desde los 2000 puntos básicos, pero sigue en niveles altos y parece necesaria una normalización adicional para que el sector privado tenga abundante acceso al crédito internacional a tasas razonables. Además, la presencia del cepo cambiario dificulta que este proceso tome vuelo: hundir capital a varios años sin tener una visión clara de cómo el gobierno planea flexibilizar estos controles es un desincentivo a invertir en el corto plazo. Si bien el mercado doméstico de crédito podría suplir este problema, su aporte es más que limitado si se considera lo acotado de la intermediación del ahorro privado en la economía Argentina y su sistema financiero poco desarrollado.
Adicionalmente, hay un proceso de rotación de inversores que recién está empezando. Vemos que en múltiples sectores de la economía (bancos, mineras, petróleo y gas) hay capitales externos que quieren vender su participación y que solo reciben ofertas de compra de grupos de capitales nacionales. Todo esto indica una falta de apetito de inversores externos para inyectar capital en Argentina, al menos hasta que haya claridad sobre el esquema macro-financiero que quiere plantear el gobierno.
¿Hay alguna diagonal que permita pensar en una recuperación más rápida? Tal vez la única alternativa -y no exenta de riesgos- sea lanzar un plan de estabilización con unificación del mercado de cambios y una reforma monetaria, medidas que simultáneamente permitan quebrar la inercia inflacionaria y disparar la llegada de capital privado externo, que hoy escasea. Una iniciativa de este tipo podría ser un game changer pero parece una apuesta que el gobierno, por ahora, no está dispuesto a hacer.